La oración tiene muchos usos. Es una de las herramientas que Dios nos ha dado para poder vivir en este mundo. Es una arma poderosa, la cual muchos no sabemos usar. Es un privilegio que pocos tomamos en serio y que realmente produce resultados en la vida de los que la practican.
La oración continua e incesante es esencial para la vitalidad de tu relación con el Señor y de tu habilidad de funcionar en este mundo. ¿Pero que exactamente significa orar sin cesar?
Cuando niño, solía preguntarme cómo era que alguien podía orar sin cesar. Me imaginaba a los cristianos caminando con las manos juntas, la cabeza inclinada, y los ojos cerrados, chocando con todo. Aunque ciertas posturas y momentos específicos para la oración tienen una relación importante con nuestra comunicación con Dios, “orar en todo tiempo” obviamente no significa que tengamos que orar de maneras formales o notorias cada minuto que estemos despiertos. Y no quiere decir que tengamos que dedicarnos a recitar patrones y formas ritualistas de oración.
Me parece que orar en todo tiempo es vivir en un estado constantemente consciente de la presencia de Dios, donde todo lo que vemos y experimentamos se convierte en una especie de oración que se vive con una conciencia profunda y una entrega a nuestro Padre celestial. Es algo que comparto con mi Mejor Amigo, algo que comunico instantáneamente a Dios. Obedecer esta exhortación significa que, cuando somos tentados, presentamos algo bueno y hermoso, inmediatamente le agradecemos al Señor por ello. Cuando vemos el mal alrededor nuestro, le pedimos a Dios que lo quite y que nos permita ayudar a lograrlo, si así él lo desea, si es Su voluntad. Cuando nos encontramos con alguien que no conoce a Cristo, oramos para que Dios acerque a esa persona hacia él y nos use para ser un fiel testigo. Cuando encontramos problemas, nos volvemos a Dios como nuestro Libertador.
De este modo, la vida se convierte en una oración continuamente ascendente: Todos los pensamientos, obras y circunstancias de la vida se convierten en una oportunidad para tener comunión con nuestro Padre celestial. Así ponemos nuestras mentes “en las cosas de arriba, no en las de la tierra” (Col. 3:2).
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