sábado, 12 de enero de 2013

Llamado por Dios - Luis M. Ortíz

Siervo del Señor, maestro, periodista, comunicador, escritor y poeta cristiano, Luis M. Ortiz fue el varón escogido por Jesucristo para difundir Su Palabra.


En un pequeño pueblo de puer­to rico, llamado Corozal, nació Luis Magín Ortiz Marrero, el impulsor de una de las con­gregaciones evangélicas más importantes del mundo: el Movimiento Misionero Mundial. Era el jueves 26 de septiembre de 1918.

Luis M. Ortiz fue el octavo hijo de Miguel Ortiz y Aurelia Marrero que formaban parte de una familia puertorriqueña tradicional que profesaba la religión católica. Creció como un infante más en un mundo azotado no solo por los efectos de la Primera Guerra Mundial, sino por el brote de una fatídica pandemia cono­cida como “gripe española” que ocasionó la muerte de unas cien millones de personas en todo el mundo.

La madre, Aurelia fue quien le inculcó una vida religiosa, era bien católica. Bajo su influjo maternal, vivió sus primeros años rodeado de rosarios, crucifijos e imágenes religiosas. Sin libertad de acción, junto a sus hermanos, era obligado a rezar todos los días a las seis de la tarde. Por esa razón, durante gran parte de los años 20, llevó una pesada existencia espiritual.

Todo cambió en octubre de 1928, cuando Ortiz apenas tenía diez años. La familia experi­mentó un suceso que modificó el destino. Uno de sus hermanos mayores adquirió la mortal fiebre tifoidea y sufrió durante varias semanas una lenta y penosa agonía. Aunque, en todo ese tiempo, el joven fue tratado diariamente por un médico, jamás se restableció. Finalmen­te, un día, dejó de existir.

Cuando los apesadumbrados padres em­pezaban a preparar las exequias del hijo, ocu­rrió el hecho que alteró la vida familiar. Ha­bía transcurrido cinco horas del fallecimiento y llegó a la casa una pariente convertida al Evangelio de Cristo; era Lina Ortiz, hermana de Miguel, quien serviría de instrumento al Señor para la materialización del hecho mi­lagroso.

La tía Lina, quien estaba llena del Espíritu Santo, acudió a la habitación en la que se en­contraba el cadáver de su sobrino y empezó a orar con una poderosa fe. A los pocos mi­nutos, ella pudo ver que Jesucristo estaba so­bre la cabecera del muerto y dijo: “yo le doy la vida”. Entonces, abandonó el aposento con rapidez y se dirigió a la cocina para consolar a la madre quien lloraba su dolor junto con otros familiares.

Lina Ortiz captó la atención de los presen­tes y predicó la Palabra del Señor mientras comenzaban a repartir tazas con chocolate y café, y bandejas con galletas. En aquel momen­to, la gente recordó al fallecido y fue a verlo. Entonces, encontraron algo sorprendente: el joven había recuperado la vida y estaba sen­tado como si nada le hubiera pasado. Frente a las miradas asombradas, incluso se atrevió a pedir un poco de chocolate. De esa manera impactante, el Evangelio de nuestro Señor Je­sucristo irrumpió en la vida de la familia Ortiz Marrero.

Después del milagro, ante una multitud de amigos y parientes que habían llegado para el velatorio, toda la familia alabó al Creador y dieron su primer paso para transitar por los caminos del Señor.

“Nadie me lo contó. Yo lo presencié. Así fue que conocí el poder de Cristo. Es posible que haya gente que diga no creo en eso, pero mi hermano siguió sus estudios y se hizo un profesional y vivió hasta 1974”, escribió años  más tardes Ortiz en sus memorias publicadas por la revista Impacto Evangelístico.

A partir de aquella fecha, la Palabra de Dios caló hondo en los corazones de los miembros de la familia. Un mes después de la resurrección del hijo mayor, Aurelia Marrero decidió llevar a su hijo Luis a una Iglesia evangélica de Corozal en la que pre­dicaba un pastor norteamericano. Aunque había sido una católica convencida y de costumbres paganas, ella por fin entendió que Cristo era mucho más que imágenes y rezos. Entonces, con alegría, se acercó a la casa de Dios llevando de la mano del octa­vo de sus descendientes.

La mujer ingresó al templo con el peque­ño hijo de la mano. Estaba guiada por el re­cuerdo de una vieja revelación de Jesús quien le afirmó que Luis era un niño bendecido y que haría una gran obra en la tierra.

Tiempo después, a través de sus prédi­cas radiales, Luis M. Ortiz relató en algu­na oportunidad lo que sucedió aquel día dentro de la Iglesia evangélica. Junto a su madre se ubicó en la última banca sobre el lado derecho del templo y ambos escucha­ron un “mensaje poderoso” en la voz del predicador estadounidense.

Ante el llamado para aceptar a Cristo, un promedio de veinticinco personas se levanta­ron, entre ellas la misma Aurelia. A pesar de su timidez, Ortiz también se puso de pie al escuchar la invitación del pastor. En ese pre­ciso instante caminó hacia la parte principal del templo luego de advertir que el pastor lo llamaba con insistencia. Tembloroso, se acercó hasta el americano y experimentó una de las sensaciones más impresionantes de su conver­sión. El predicador colocó sus manos sobre su cabeza y empezó a orar y le dijo al Señor en un castellano perfecto: “Dios mío haz de este niño, un predicador del Evangelio”. Según su propia confesión, Ortiz fue consciente en ese momento que Dios lo “había salvado para pre­dicar Su Palabra”.

NIÑO PREDICADOR
La cristianización de Luis M. Ortiz significó el principio de una larga y fructífera historia dedicada por completo a Dios. Apenas a los tres meses de su conversión, maravillado por el Evangelio, este niño de diez años exclamó su primera prédica ante unos doscientos niños de la escuela dominical de su congregación.

Solamente leyó la Biblia, y no pudo de­cir nada más, se quebró y empezó a sollozar; bañado en sus propias lágrimas, permaneció en silencio durante largos minutos. Después, regresó a su ubicación y entendió que Dios le estaba señalando el camino que debía seguir.

Inspirado en la “Parábola del Sembrador”, el mensaje fue de tal importancia y trascenden­cia que hasta el último día de su vida siempre lo mencionó señalando que había sido el “ser­món más hermoso y significativo” de que di­rigió.

Ortiz abrazó con muchísima fuerza la Pala­bra de Dios y empezó a caminar sobre la hue­lla que el Señor le trazó. El nuevo siervo del Todopoderoso primero fue niño en Dios y lue­go joven en Dios. Poco tiempo después asumió cada vez más responsabilidades dentro del concilio al que asistía denominado “Iglesia de Dios Pentecostal”.

Con los años, llegó a ser el conductor de la juventud de su congregación integrada por un estimado de trescientos nuevos seguidores del Señor. Después, en último término, poco antes de culminar sus estudios secundarios, fue eri­gido como el directivo juvenil más importante de Puerto Rico y su influjo espiritual se dejó sentir a lo largo y ancho de toda la “Isla del En­canto”. Talentoso a la hora de predicar, fue un guía que dejaba todo para servir al Salvador.

EL PERIODISMO
Cuando terminó la secundaria, el joven Ortiz inició su carrera como periodista. Fue a fina­les de los años 30, cuando los medios de co­municación comenzaron a modernizarse por el influjo de las corrientes periodísticas de los Estados Unidos.

Virtuoso con la pluma, fue contratado por el periódico El Mundo en el momento en que se afianzaba una nueva configuración social tras la crisis económica producida por la Gran Depresión de 1929. En ese medio que había sido fundado por Romualdo Real en 1919 y que durante décadas fue el de mayor circula­ción en la isla, se hizo conocido como un perio­dista talentoso.

El corrector Ángel Ramos y el periodista José Coll Vidal, dueños de “El Mundo”, los respaldaron de inmediato. Así transcurrió dos años realizando una labor que le servía para vivir con cierta comodidad. Todos los días, entre 1938 y 1939, su pluma ingeniosa y crea­tiva llevaba las noticias más importantes que contenía el tabloide. Sin embargo, mientras se ganaba la vida en ese diario periódico puerto­rriqueño, Dios le recordó que su destino era otro mucho más importante y le reveló varias veces que debía abandonar todo lo secular lo más pronto posible.

Ortiz era en ese momento un joven con considerable ingreso económico que podía significar una fortuna para la época: ochenta dólares semanales, según los relató en una prédica radial de los años 80.

Pese a que estaba rodeado de un ambiente donde el alcohol y las borracheras eran mone­da corriente, como buen cristiano se mantenía al margen de cualquier tentación terrenal. Ca­rente de vicios, jamás despilfarraba su dinero y ahorraba hasta el último céntimo.

Cierto día de 1939 decidió abandonar su prometedora carrera periodística para estu­diar a profundidad las Sagradas Escrituras en la escuela teológica más antigua del pentecos­talismo: el Instituto Bíblico Mizpa de San Juan de Puerto Rico. Cuando la Segunda Guerra Mundial asomaba con toda su furia por el Viejo Continente, se quitó el traje de cronista y colocó el punto final a su corta pero fructífera carrera dentro del periodismo comercial puer­torriqueño.

Cuando Ortiz anunció su salida del diario “El Mundo”, alteró el ritmo agitado que solía tener cotidianamente el matutino. Con los áni­mos a flor de piel, Ramos y Coll, los máximos directivos de la empresa, secundados por to­dos los trabajadores del periódico, intentaron persuadirlo de diversas formas de retirar la renuncia para que continuara con su prome­tedora trayectoria y desistiera de su idea de es­tudiar teología. Incluso el gerente general de la compañía le ofreció nombrarlo y aumentarle de inmediato su sueldo.

En plena conmoción por la dimisión, el propio jefe directo de Luis M. Ortiz, un hom­bre dominado por la bebida, en un arranque de ira le gritó: “No entiendo cómo es que tú por mil aves que van volando, sueltas la que tienes en la mano”. Ortiz respondió con én­fasis: “Dios me ha llamado y tengo que obe­decerle”.

El jefe empezó, entonces, a recorrer todos los departamentos del periódico para hacer una colecta orientada a financiarle los estu­dios. Poco después, atribulado y al borde del llanto, le entregó el dinero que había recauda­do entre el personal de la empresa. A pesar de su contrariedad, Ortiz aceptó el donativo para no desairarlo y se fundió en un abrazo sincero con su jefe.

LA CUNA DE LA TEOLOGÍA
El Instituto Bíblico Mizpa fue el lugar elegido por Luis M. Ortiz para estudiar a profundidad la Palabra de Dios. Fundada por el reverendo Juan L. Lugo, el primer misionero pentecostal en llegar a Puerto Rico, esta institución fun­cionaba por ese entonces en la calle América número 10 del barrio de Santurce, en la ciudad de San Juan. Actualmente es la Universidad Pentecostal.

Hasta allí llegó con la idea de obtener las destrezas, conocimientos y actitudes reque­ridas para asumir posiciones de liderazgo y de responsabilidad dentro del servicio mi­sionero al que Dios lo había convocado.

En Mizpa recibió capacitación espiritual profunda sobre las Escrituras durante 1940 y 1941. Además, aprendió la adoración y ala­banza al Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo con reverencia y gratitud. Asimismo, fue instruido en la predicación simple y clara de la Palabra de Dios. Además acogió las pautas necesarias para proveer ayuda misericordiosa y provi­sión para los pobres, los enfermos y los pertur­bados de manera digna y amorosa.

Cuando estudiaba en el Instituto Mizpa, Luis M. Ortiz tuvo una nueva experiencia con Dios. En medio de las fervorosas oraciones que solía realizar, un día del año 1940 le habló y lo invitó a llevar la Palabra por otros países como Cuba. Sin embargo, la reacción de Luis fue inesperada: se aterró muchísimo y en un arranque de miedo desoyó el llamado del Todopoderoso. En ese instante, supuso que sería incapaz de enfrentar la soledad de la distan­cia. Pero eso no fue todo. Dejó de orar con fer­vor para no volver a escuchar la voz de Dios. Durante algún tiempo, meditó una y otra vez sobre su particular situación. Creyó que el Se­ñor se había equivocado al llamarlo a su obra misionera fuera de Puerto Rico. Pensó que era poco lo que un joven soltero podía realizar en una tierra lejana en la que, para colmo, no co­nocía a nadie. Se pobló de dudas y se aferró a la idea de permanecer en la “Isla del Encanto”.

Después de esto, el Señor Jesucristo lo so­metió a prueba y lo hizo pasar por una serie de adversidades. Lo apartó del Instituto Bíblico Mizpa y obligándolo a buscar otro lugar para proseguir sus estudios evangélicos. Fue en ese tiempo que entabló amistad con Frank Finken­binder, padre de un joven que con los años se convertiría en otro gran impulsor del cris­tianismo bajo el seudónimo de “El Hermano Pablo”, quien lo ayudó a ingresar a un centro evangélico de Estados Unidos.

LA ORDEN DE DIOS
“El Hermano Pablo”era amigo de un varón cristiano que dirigía un Instituto Bíblico en Nueva York y debido a ello convenció a Ortiz para que se marchara hacia “El Gigante del Norte”. Tras solicitar la autorización paterna, ambos emprendieron el viaje en barco a través de las aguas del mar de las Antillas. Sin embar­go, luego de cinco días de travesía, se presentó otra fatalidad al llegar a territorio estadouni­dense: la institución que los iba a cobijar había sido cerrada.

Con el futuro incierto, Luis M. Ortiz bus­có en Nueva York a su hermano mayor, aquel que había vuelto a la vida en 1928 gracias al Señor, quien lo recibió con los brazos abiertos y ofreció apoyarlo en su paso por Norteaméri­ca. No obstante, la desobediencia al Altísimo prosiguió en suelo neoyorkino a pesar de que asistía con regularidad a una iglesia local. Así, con mucho temor a la figura de Jesucristo, evi­tó durante algún tiempo orar con fervor y se mantuvo prisionero de la frustración.

Empero, las evasivas a la presencia de Dios terminaron un domingo cuando concurría a la escuela dominical del templo al que iba de for­ma regular. El pastor de aquella iglesia le soli­citó acudir junto a otros hermanos a la casa de una mujer llamada Enriqueta para verificar el estado de su salud. Al llegar al domicilio indi­cado, no tuvo más alternativa que orar a Dios con fervor por su restablecimiento. Entonces, comprobó en carne propia el poder de Cristo.

Ortiz se arrodilló y empezó a comunicarse con el Creador. Poco a poco, sus oraciones se fueron tornando más intensas hasta el punto que de su boca sólo salían pedidos de perdón para sus pecados. “Señor perdóname. Sé que yo soy desobediente. Tú me estás llamando hace mucho tiempo y quisiera obedecerte, pero es tan duro, Señor. Señor, allá lejos, en Cuba, yo no conozco a nadie”, oró.

Como le pasó con anterioridad, en ese pre­ciso instante comprobó la grandeza de Dios. La figura divina hizo su aparición y escuchó un tono enérgico que le hizo recordar su lla­mado a la obra misionera y la forma en que fue convocado en su niñez por intermedio de un pastor americano. De igual forma, recapituló todos los pasajes de su vida en los que se había comprometido a predicar la Palabra y le mani­festó una vez más que lo necesitaba en Cuba. “Tienes que ir a Cuba. Yo te necesito. Te voy a usar. Yo te voy a bendecir”, le dijo el Señor.

Agobiado por sus temores, Ortiz respon­dió al Todopoderoso pidiéndole que buscara a otro creyente para cumplir la misión. Luego, sólo atinó a cerrar los ojos y volvió a pensar en el futuro inmediato de su existencia. Fue allí que se observó solo y desorientando sobre la cumbre de una montaña. Cristo volvió a orde­narle ir a Cuba, pero se negó otra vez a cum­plir el pedido. Entonces, sintió que una fuerza poderosa lo sujetaba por la espalda. Oprimi­do por aquella fuerza, comenzó a llorar, pero continuó con sus negativas. Pero la presión fue más intensa hasta el punto de dejarlo sin aliento. Y otra vez escuchó la pregunta: “¿irás a Cuba?” y la respuesta fue otra vez negativa. Pero, volvió a escuchar: “¿estás listo?”. Y ya no pudo rehusarse. “Si Señor, está bien, yo iré. Tú me abrirás las puertas, y yo entraré por ellas”, respondió. “Cuando me decidí obedecer al Señor, Su mano me soltó, y se adueñó de mí una paz, un gozo, una armonía y un espíritu de victoria, que jamás me ha dejado”, comentó luego de esta preciosa experiencia.

LA COMPAÑERA
Después de su nueva experiencia con Dios, Ortiz retornó a Puerto Rico y retomó con ma­yor ahínco su preparación teológica en el Ins­tituto Mizpa.

Dentro de las aulas del Instituto Mizpa, que en la actualidad es la casa de estudios pentecostales más importantes de Puerto Rico, conoció a la mujer que terminó por apoyar su entrega a Dios: la hermana Rebecca Hernán­dez Colón. Hija de un misionero evangélico, ella también había sido convocada para servir a la evangelización en tierras cubanas, y am­bos congeniaron de inmediato.

Rebecca estaba ligada desde muy niña al cristianismo. En 1930, a la edad de ocho años, se había marchado de Puerto Rico junto a sus padres para predicar la Palabra en República Dominicana. Allí, en esas tierras de las Antillas Mayores, apoyó durante ocho años la labor misionera desplegada por sus padres. Fue un largo tiempo que, aunque marcado a hierro y sangre por el dictador Rafael Leónidas Truji­llo, le sirvió para afianzar su entrega a Dios.

Al graduarse en el Instituto en 1941, ella se convirtió en misionera en una iglesia del área metropolitana San Juan, y Ortiz, por su parte, dirigía un templo del pueblo de Cayey ubicado en el área central de Puerto Rico. Tiempo más tarde, el 21 de abril de 1943, ambos unieron sus vidas en una sencilla, pero trascendental boda que selló de forma definitiva sus destinos. De inmediato, la pareja emprendió su labor evan­gelizadora en conjunto para cumplir el llama­do del Dios Altísimo.

El Comité Ejecutivo de la Iglesia la Asam­blea de Dios a la que pertenecían, sin embargo se opuso a que los jóvenes salieran a la obra misionera aduciendo que eran útiles para la congregación en Puerto Rico. Dios intervino entonces para resolver el asunto durante una reunión en la que los esposos Ortiz entregaron una carta para expo­ner su llamamiento misionero. El Señor obró a través de dos Oficiales a quienes hizo revelar sus de­signios para la pareja.

Cuando el secreta­rio de la Asamblea de Dios terminó de leer la misiva, uno de los Oficiales fue usado por el Espíritu Santo y transmitió un mensa­je en un lenguaje extraño e inentendible (don de lenguas). Acto seguido, otro Oficial, igual­mente usado por el Espíritu Santo procedió a interpretar el anuncio divino (don de interpre­tación de lenguas) y afirmó: “así dice el Señor: este asunto es mío. Yo lo he llamado. Yo le he escogido. Yo lo necesito. Yo lo envío. Él es mío. Así dice el Señor”.


Después de ese suceso, el 2 de julio de 1943, Luis M. Ortiz y Rebecca Hernández salieron de Puerto Rico. Sin respaldo financiero y sin mayor apoyo que el amparo de Jesucristo, la pareja se dirigió a República Dominicana casi en silencio. En el camino dejaron archivada la confesión de aquellos dos oficiales, usados por Dios, quienes les revelaron que se habían puesto de acuerdo para impedirles su labor fuera del territorio puertorriqueño. Habían iniciado el camino trazado por Dios. 

5 comentarios: