Siervo del
Señor, maestro, periodista, comunicador, escritor y poeta cristiano, Luis M.
Ortiz fue el varón escogido por Jesucristo para difundir Su Palabra.
En un pequeño
pueblo de puerto rico, llamado Corozal, nació Luis Magín Ortiz Marrero, el
impulsor de una de las congregaciones evangélicas más importantes del mundo:
el Movimiento Misionero Mundial. Era el jueves 26 de septiembre de 1918.
Luis M. Ortiz
fue el octavo hijo de Miguel Ortiz y Aurelia Marrero que formaban parte de una
familia puertorriqueña tradicional que profesaba la religión católica. Creció
como un infante más en un mundo azotado no solo por los efectos de la Primera
Guerra Mundial, sino por el brote de una fatídica pandemia conocida como
“gripe española” que ocasionó la muerte de unas cien millones de personas en
todo el mundo.
La madre,
Aurelia fue quien le inculcó una vida religiosa, era bien católica. Bajo su
influjo maternal, vivió sus primeros años rodeado de rosarios, crucifijos e
imágenes religiosas. Sin libertad de acción, junto a sus hermanos, era obligado
a rezar todos los días a las seis de la tarde. Por esa razón, durante gran parte
de los años 20, llevó una pesada existencia espiritual.
Todo cambió
en octubre de 1928, cuando Ortiz apenas tenía diez años. La familia experimentó
un suceso que modificó el destino. Uno de sus hermanos mayores adquirió la
mortal fiebre tifoidea y sufrió durante varias semanas una lenta y penosa
agonía. Aunque, en todo ese tiempo, el joven fue tratado diariamente por un
médico, jamás se restableció. Finalmente, un día, dejó de existir.
Cuando los
apesadumbrados padres empezaban a preparar las exequias del hijo, ocurrió el
hecho que alteró la vida familiar. Había transcurrido cinco horas del
fallecimiento y llegó a la casa una pariente convertida al Evangelio de Cristo;
era Lina Ortiz, hermana de Miguel, quien serviría de instrumento al Señor para
la materialización del hecho milagroso.
La tía Lina,
quien estaba llena del Espíritu Santo, acudió a la habitación en la que se encontraba
el cadáver de su sobrino y empezó a orar con una poderosa fe. A los pocos minutos,
ella pudo ver que Jesucristo estaba sobre la cabecera del muerto y dijo: “yo
le doy la vida”. Entonces, abandonó el aposento con rapidez y se dirigió a la
cocina para consolar a la madre quien lloraba su dolor junto con otros
familiares.
Lina Ortiz
captó la atención de los presentes y predicó la Palabra del Señor mientras
comenzaban a repartir tazas con chocolate y café, y bandejas con galletas. En
aquel momento, la gente recordó al fallecido y fue a verlo. Entonces,
encontraron algo sorprendente: el joven había recuperado la vida y estaba sentado
como si nada le hubiera pasado. Frente a las miradas asombradas, incluso se
atrevió a pedir un poco de chocolate. De esa manera impactante, el Evangelio de
nuestro Señor Jesucristo irrumpió en la vida de la familia Ortiz Marrero.
Después del
milagro, ante una multitud de amigos y parientes que habían llegado para el
velatorio, toda la familia alabó al Creador y dieron su primer paso para
transitar por los caminos del Señor.
“Nadie me lo
contó. Yo lo presencié. Así fue que conocí el poder de Cristo. Es posible que
haya gente que diga no creo en eso, pero mi hermano siguió sus estudios y se
hizo un profesional y vivió hasta 1974”, escribió años más tardes Ortiz
en sus memorias publicadas por la revista Impacto Evangelístico.
A partir de
aquella fecha, la Palabra de Dios caló hondo en los corazones de los miembros
de la familia. Un mes después de la resurrección del hijo mayor, Aurelia
Marrero decidió llevar a su hijo Luis a una Iglesia evangélica de Corozal en la
que predicaba un pastor norteamericano. Aunque había sido una católica
convencida y de costumbres paganas, ella por fin entendió que Cristo era mucho
más que imágenes y rezos. Entonces, con alegría, se acercó a la casa de Dios
llevando de la mano del octavo de sus descendientes.
La mujer
ingresó al templo con el pequeño hijo de la mano. Estaba guiada por el recuerdo
de una vieja revelación de Jesús quien le afirmó que Luis era un niño bendecido
y que haría una gran obra en la tierra.
Tiempo
después, a través de sus prédicas radiales, Luis M. Ortiz relató en alguna
oportunidad lo que sucedió aquel día dentro de la Iglesia evangélica. Junto a
su madre se ubicó en la última banca sobre el lado derecho del templo y ambos
escucharon un “mensaje poderoso” en la voz del predicador estadounidense.
Ante el
llamado para aceptar a Cristo, un promedio de veinticinco personas se levantaron,
entre ellas la misma Aurelia. A pesar de su timidez, Ortiz también se puso de
pie al escuchar la invitación del pastor. En ese preciso instante caminó hacia
la parte principal del templo luego de advertir que el pastor lo llamaba con
insistencia. Tembloroso, se acercó hasta el americano y experimentó una de las
sensaciones más impresionantes de su conversión. El predicador colocó sus
manos sobre su cabeza y empezó a orar y le dijo al Señor en un castellano
perfecto: “Dios mío haz de este niño, un predicador del Evangelio”. Según su
propia confesión, Ortiz fue consciente en ese momento que Dios lo “había
salvado para predicar Su Palabra”.
NIÑO
PREDICADOR
La
cristianización de Luis M. Ortiz significó el principio de una larga y
fructífera historia dedicada por completo a Dios. Apenas a los tres meses de su
conversión, maravillado por el Evangelio, este niño de diez años exclamó su
primera prédica ante unos doscientos niños de la escuela dominical de su
congregación.
Solamente
leyó la Biblia, y no pudo decir nada más, se quebró y empezó a sollozar;
bañado en sus propias lágrimas, permaneció en silencio durante largos minutos.
Después, regresó a su ubicación y entendió que Dios le estaba señalando el camino
que debía seguir.
Inspirado en
la “Parábola del Sembrador”, el mensaje fue de tal importancia y trascendencia
que hasta el último día de su vida siempre lo mencionó señalando que había sido
el “sermón más hermoso y significativo” de que dirigió.
Ortiz abrazó
con muchísima fuerza la Palabra de Dios y empezó a caminar sobre la huella
que el Señor le trazó. El nuevo siervo del Todopoderoso primero fue niño en
Dios y luego joven en Dios. Poco tiempo después asumió cada vez más
responsabilidades dentro del concilio al que asistía denominado “Iglesia de
Dios Pentecostal”.
Con los años,
llegó a ser el conductor de la juventud de su congregación integrada por un
estimado de trescientos nuevos seguidores del Señor. Después, en último
término, poco antes de culminar sus estudios secundarios, fue erigido como el
directivo juvenil más importante de Puerto Rico y su influjo espiritual se dejó
sentir a lo largo y ancho de toda la “Isla del Encanto”. Talentoso a la hora
de predicar, fue un guía que dejaba todo para servir al Salvador.
EL PERIODISMO
Cuando
terminó la secundaria, el joven Ortiz inició su carrera como periodista. Fue a
finales de los años 30, cuando los medios de comunicación comenzaron a
modernizarse por el influjo de las corrientes periodísticas de los Estados
Unidos.
Virtuoso con
la pluma, fue contratado por el periódico El Mundo en el momento en que se
afianzaba una nueva configuración social tras la crisis económica producida por
la Gran Depresión de 1929. En ese medio que había sido fundado por Romualdo
Real en 1919 y que durante décadas fue el de mayor circulación en la isla, se
hizo conocido como un periodista talentoso.
El corrector
Ángel Ramos y el periodista José Coll Vidal, dueños de “El Mundo”, los
respaldaron de inmediato. Así transcurrió dos años realizando una labor que le
servía para vivir con cierta comodidad. Todos los días, entre 1938 y 1939, su
pluma ingeniosa y creativa llevaba las noticias más importantes que contenía
el tabloide. Sin embargo, mientras se ganaba la vida en ese diario periódico
puertorriqueño, Dios le recordó que su destino era otro mucho más importante y
le reveló varias veces que debía abandonar todo lo secular lo más pronto
posible.
Ortiz era en
ese momento un joven con considerable ingreso económico que podía significar
una fortuna para la época: ochenta dólares semanales, según los relató en una
prédica radial de los años 80.
Pese a que
estaba rodeado de un ambiente donde el alcohol y las borracheras eran moneda
corriente, como buen cristiano se mantenía al margen de cualquier tentación
terrenal. Carente de vicios, jamás despilfarraba su dinero y ahorraba hasta el
último céntimo.
Cierto día de
1939 decidió abandonar su prometedora carrera periodística para estudiar a
profundidad las Sagradas Escrituras en la escuela teológica más antigua del
pentecostalismo: el Instituto Bíblico Mizpa de San Juan de Puerto Rico. Cuando
la Segunda Guerra Mundial asomaba con toda su furia por el Viejo Continente, se
quitó el traje de cronista y colocó el punto final a su corta pero fructífera
carrera dentro del periodismo comercial puertorriqueño.
Cuando Ortiz
anunció su salida del diario “El Mundo”, alteró el ritmo agitado que solía
tener cotidianamente el matutino. Con los ánimos a flor de piel, Ramos y Coll,
los máximos directivos de la empresa, secundados por todos los trabajadores
del periódico, intentaron persuadirlo de diversas formas de retirar la renuncia
para que continuara con su prometedora trayectoria y desistiera de su idea de
estudiar teología. Incluso el gerente general de la compañía le ofreció
nombrarlo y aumentarle de inmediato su sueldo.
En plena
conmoción por la dimisión, el propio jefe directo de Luis M. Ortiz, un hombre
dominado por la bebida, en un arranque de ira le gritó: “No entiendo cómo es
que tú por mil aves que van volando, sueltas la que tienes en la mano”. Ortiz
respondió con énfasis: “Dios me ha llamado y tengo que obedecerle”.
El jefe
empezó, entonces, a recorrer todos los departamentos del periódico para hacer
una colecta orientada a financiarle los estudios. Poco después, atribulado y
al borde del llanto, le entregó el dinero que había recaudado entre el
personal de la empresa. A pesar de su contrariedad, Ortiz aceptó el donativo
para no desairarlo y se fundió en un abrazo sincero con su jefe.
LA CUNA DE LA
TEOLOGÍA
El Instituto
Bíblico Mizpa fue el lugar elegido por Luis M. Ortiz para estudiar a
profundidad la Palabra de Dios. Fundada por el reverendo Juan L. Lugo, el
primer misionero pentecostal en llegar a Puerto Rico, esta institución funcionaba
por ese entonces en la calle América número 10 del barrio de Santurce, en la
ciudad de San Juan. Actualmente es la Universidad Pentecostal.
Hasta allí
llegó con la idea de obtener las destrezas, conocimientos y actitudes requeridas
para asumir posiciones de liderazgo y de responsabilidad dentro del servicio misionero
al que Dios lo había convocado.
En Mizpa
recibió capacitación espiritual profunda sobre las Escrituras durante 1940 y
1941. Además, aprendió la adoración y alabanza al Dios Padre, Hijo y Espíritu
Santo con reverencia y gratitud. Asimismo, fue instruido en la predicación
simple y clara de la Palabra de Dios. Además acogió las pautas necesarias para
proveer ayuda misericordiosa y provisión para los pobres, los enfermos y los
perturbados de manera digna y amorosa.
Cuando
estudiaba en el Instituto Mizpa, Luis M. Ortiz tuvo una nueva experiencia con
Dios. En medio de las fervorosas oraciones que solía realizar, un día del año
1940 le habló y lo invitó a llevar la Palabra por otros países como Cuba. Sin
embargo, la reacción de Luis fue inesperada: se aterró muchísimo y en un
arranque de miedo desoyó el llamado del Todopoderoso. En ese instante, supuso
que sería incapaz de enfrentar la soledad de la distancia. Pero eso no fue
todo. Dejó de orar con fervor para no volver a escuchar la voz de Dios.
Durante algún tiempo, meditó una y otra vez sobre su particular situación.
Creyó que el Señor se había equivocado al llamarlo a su obra misionera fuera
de Puerto Rico. Pensó que era poco lo que un joven soltero podía realizar en
una tierra lejana en la que, para colmo, no conocía a nadie. Se pobló de dudas
y se aferró a la idea de permanecer en la “Isla del Encanto”.
Después de
esto, el Señor Jesucristo lo sometió a prueba y lo hizo pasar por una serie de
adversidades. Lo apartó del Instituto Bíblico Mizpa y obligándolo a buscar otro
lugar para proseguir sus estudios evangélicos. Fue en ese tiempo que entabló
amistad con Frank Finkenbinder, padre de un joven que con los años se
convertiría en otro gran impulsor del cristianismo bajo el seudónimo de “El
Hermano Pablo”, quien lo ayudó a ingresar a un centro evangélico de Estados
Unidos.
LA ORDEN DE
DIOS
“El Hermano
Pablo”era amigo de un varón cristiano que dirigía un Instituto Bíblico en Nueva
York y debido a ello convenció a Ortiz para que se marchara hacia “El Gigante
del Norte”. Tras solicitar la autorización paterna, ambos emprendieron el viaje
en barco a través de las aguas del mar de las Antillas. Sin embargo, luego de
cinco días de travesía, se presentó otra fatalidad al llegar a territorio
estadounidense: la institución que los iba a cobijar había sido cerrada.
Con el futuro
incierto, Luis M. Ortiz buscó en Nueva York a su hermano mayor, aquel que
había vuelto a la vida en 1928 gracias al Señor, quien lo recibió con los
brazos abiertos y ofreció apoyarlo en su paso por Norteamérica. No obstante,
la desobediencia al Altísimo prosiguió en suelo neoyorkino a pesar de que
asistía con regularidad a una iglesia local. Así, con mucho temor a la figura
de Jesucristo, evitó durante algún tiempo orar con fervor y se mantuvo
prisionero de la frustración.
Empero, las
evasivas a la presencia de Dios terminaron un domingo cuando concurría a la
escuela dominical del templo al que iba de forma regular. El pastor de aquella
iglesia le solicitó acudir junto a otros hermanos a la casa de una mujer llamada
Enriqueta para verificar el estado de su salud. Al llegar al domicilio indicado,
no tuvo más alternativa que orar a Dios con fervor por su restablecimiento.
Entonces, comprobó en carne propia el poder de Cristo.
Ortiz se
arrodilló y empezó a comunicarse con el Creador. Poco a poco, sus oraciones se
fueron tornando más intensas hasta el punto que de su boca sólo salían pedidos
de perdón para sus pecados. “Señor perdóname. Sé que yo soy desobediente. Tú me
estás llamando hace mucho tiempo y quisiera obedecerte, pero es tan duro,
Señor. Señor, allá lejos, en Cuba, yo no conozco a nadie”, oró.
Como le pasó
con anterioridad, en ese preciso instante comprobó la grandeza de Dios. La
figura divina hizo su aparición y escuchó un tono enérgico que le hizo recordar
su llamado a la obra misionera y la forma en que fue convocado en su niñez por
intermedio de un pastor americano. De igual forma, recapituló todos los pasajes
de su vida en los que se había comprometido a predicar la Palabra y le manifestó
una vez más que lo necesitaba en Cuba. “Tienes que ir a Cuba. Yo te necesito.
Te voy a usar. Yo te voy a bendecir”, le dijo el Señor.
Agobiado por
sus temores, Ortiz respondió al Todopoderoso pidiéndole que buscara a otro
creyente para cumplir la misión. Luego, sólo atinó a cerrar los ojos y volvió a
pensar en el futuro inmediato de su existencia. Fue allí que se observó solo y
desorientando sobre la cumbre de una montaña. Cristo volvió a ordenarle ir a
Cuba, pero se negó otra vez a cumplir el pedido. Entonces, sintió que una
fuerza poderosa lo sujetaba por la espalda. Oprimido por aquella fuerza,
comenzó a llorar, pero continuó con sus negativas. Pero la presión fue más
intensa hasta el punto de dejarlo sin aliento. Y otra vez escuchó la pregunta:
“¿irás a Cuba?” y la respuesta fue otra vez negativa. Pero, volvió a escuchar:
“¿estás listo?”. Y ya no pudo rehusarse. “Si Señor, está bien, yo iré. Tú me
abrirás las puertas, y yo entraré por ellas”, respondió. “Cuando me decidí
obedecer al Señor, Su mano me soltó, y se adueñó de mí una paz, un gozo, una
armonía y un espíritu de victoria, que jamás me ha dejado”, comentó luego de
esta preciosa experiencia.
LA COMPAÑERA
Después de su
nueva experiencia con Dios, Ortiz retornó a Puerto Rico y retomó con mayor ahínco
su preparación teológica en el Instituto Mizpa.
Dentro de las
aulas del Instituto Mizpa, que en la actualidad es la casa de estudios
pentecostales más importantes de Puerto Rico, conoció a la mujer que terminó
por apoyar su entrega a Dios: la hermana Rebecca Hernández Colón. Hija de un
misionero evangélico, ella también había sido convocada para servir a la
evangelización en tierras cubanas, y ambos congeniaron de inmediato.
Rebecca
estaba ligada desde muy niña al cristianismo. En 1930, a la edad de ocho años,
se había marchado de Puerto Rico junto a sus padres para predicar la Palabra en
República Dominicana. Allí, en esas tierras de las Antillas Mayores, apoyó
durante ocho años la labor misionera desplegada por sus padres. Fue un largo
tiempo que, aunque marcado a hierro y sangre por el dictador Rafael Leónidas
Trujillo, le sirvió para afianzar su entrega a Dios.
Al graduarse
en el Instituto en 1941, ella se convirtió en misionera en una iglesia del área
metropolitana San Juan, y Ortiz, por su parte, dirigía un templo del pueblo de
Cayey ubicado en el área central de Puerto Rico. Tiempo más tarde, el 21 de
abril de 1943, ambos unieron sus vidas en una sencilla, pero trascendental boda
que selló de forma definitiva sus destinos. De inmediato, la pareja emprendió
su labor evangelizadora en conjunto para cumplir el llamado del Dios
Altísimo.
El Comité
Ejecutivo de la Iglesia la Asamblea de Dios a la que pertenecían, sin embargo
se opuso a que los jóvenes salieran a la obra misionera aduciendo que eran
útiles para la congregación en Puerto Rico. Dios intervino entonces para
resolver el asunto durante una reunión en la que los esposos Ortiz entregaron
una carta para exponer su llamamiento misionero. El Señor obró a través de dos
Oficiales a quienes hizo revelar sus designios para la pareja.
Cuando el
secretario de la Asamblea de Dios terminó de leer la misiva, uno de los
Oficiales fue usado por el Espíritu Santo y transmitió un mensaje en un
lenguaje extraño e inentendible (don de lenguas). Acto seguido, otro Oficial,
igualmente usado por el Espíritu Santo procedió a interpretar el anuncio
divino (don de interpretación de lenguas) y afirmó: “así dice el Señor: este
asunto es mío. Yo lo he llamado. Yo le he escogido. Yo lo necesito. Yo lo
envío. Él es mío. Así dice el Señor”.
Después de
ese suceso, el 2 de julio de 1943, Luis M. Ortiz y Rebecca Hernández salieron
de Puerto Rico. Sin respaldo financiero y sin mayor apoyo que el amparo de
Jesucristo, la pareja se dirigió a República Dominicana casi en silencio. En el
camino dejaron archivada la confesión de aquellos dos oficiales, usados por
Dios, quienes les revelaron que se habían puesto de acuerdo para impedirles su
labor fuera del territorio puertorriqueño. Habían iniciado el camino trazado
por Dios.